viernes, 14 de marzo de 2014

MATARON A GUADALUPE



Hace 30 años que visito a Guadalupe.

Siempre me ha recibido con cariño, entregándome sus encantos sin pedir nada a cambio.

Ella es una artesana virtuosa para tallar maderas duras como el Corazón de Vera, en cuyo interior encuentra santos verticales góticos, frutas, bastones antropomorfos, bandejas imposibles, Bolívares quijotescos, cucharillas, tenedores y una fauna inmóvil de iguana, cocodrilos, tigres y guacamayas.

Guadalupe vive en medio del Valle de Quíbor, un área desértica, ferozmente plana, donde trombas danzarinas levantan el polvo de arcilla y tiñen los cactus de gris. No siempre fue así, antiguamente crecían helechos y trepaban las malangas sobre árboles gigantes bajo cuya sombra protectora husmeaban las lapas, los picures y los tigres.

Allí, como en el resto del Estado Lara florecieron culturas indígenas con nombres sonoros: Caquetíos, Jirajaras, Gayones, Cuibas, y Achaguas. Aquellos Homo Sapiens vivían en armonía mágica con su entorno. Creadores de cerámicas fantásticas, utilizaban profusamente collares y adornos que enterraban al morir, junto a sus cuerpos. Fue tan cuantiosa la población que hoy todo el valle es un enorme cementerio. Quien escarbe en esa tierra dura y seca, encontrará sin duda algún esqueleto calcificado rodeado por las prendas que le acompañaron en vida. He escuchado historias de grandes máquinas excavadoras entre cuyas orugas indiferentes se enredaban cráneos aplastados y vasijas fragmentadas.

En Guadalupe (fundada a fines del siglo XVII) algunas familias se han dedicado a reproducir la cerámica precolombina con métodos de trabajo ancestrales de donde surgen piezas dignas de museos y que cualquier turista inexperto puede asumir como originales.

La familia Freites con el patriarca Eduviges a la cabeza se ha especializado en estas artes.

Más allá, cerca de la capilla colonial, Macedonio, rodeado de jaulas alineadas con impecables gallos de pelea, fabrica máscaras e ídolos gigantes capaces de destacarse con elegancia en cualquier espacio arquitectónico. Su esposa Mireya, en medio del silencio y la brisa seca, teje con Enea olorosa, primorosas cajitas, sombreros y mantelitos.

En tiempos pasados solía adentrarme en las serranías cercanas, luchando con el pedregal de un río sin agua para encontrarme en Quebrada Seca con Zenobio Bonilla, el criador de chivos trashumante que era capaz de tallar los santos más exquisitos.

Eso ya no es posible. Ahora, como en las viejas películas del Lejano Oeste, tres bandas de delincuentes, montados no en caballos sino en motos montañeras y portando pistolones con cargadores de 30 tiros, descienden de la sierra disputándose el pueblo de Guadalupe como si fuese su botín.

Los artesanos ya no se interesan en crear sus obras porque ningún turista se aventura a acercarse, los productores del campo no siembran porque durante la cosecha los ladrones roban los camiones para pedir rescate y los trabajadores observan indefensos como los delincuentes les quitan su salario en la plaza o la parada. En las películas generalmente hay un muchacho valiente y desinteresado que enfrenta los malhechores y acaba con ellos.

A Guadalupe nadie la pudo defender, la mataron.



Germán Cabrera T.



Junio 2012.

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